Siempre soñé con tener una vida feliz. La familia, los amigos y el dinero formaban parte de mis sueños diarios. En casa, al ver que mis padres se peleaban y que no se entendían, pensaba que era normal, sin embargo, con el pasar del tiempo, los problemas familiares fueron creando proporciones inimaginables. Las peleas, el desprecio, la ausencia de diálogo fueron convirtiéndose en algo tan común que llegué a convencerme de que mis sueños no pasarían de ser eso.
Crecí en ese ambiente y decidí conocer el lado "bueno" de la vida. Fue cuando comencé a ser influenciada por mis amistades. En realidad, comencé a hacer de ellas mi propia familia. Fui conociendo a otras personas y, claro, cada una con su bagaje de experiencias electrizantes. Estaba entrando a la onda - era así como me decían. La puerta de entrada fueron las discotecas. Era siempre una fiesta mejor que la otra. Me sentía en otro mundo. Segura de que estaba haciendo lo correcto, fui involucrándome más a fondo, hasta que me ofrecieron el primer “porro” (marihuana). Al principio dije que no, creyendo que era fuerte para controlar mis deseos, sin embargo, cada vez que uno se ahonda en las malas compañías, más se vuelve esclava de estas. Después de mucha insistencia, cuando ya estaba tomando mucho, decidí probar. Obispo, es increíble, ¡probó una vez, y ya fue!
Después de la marihuana vinieron las demás drogas, mi deseo era ser como ellos. Cambié mi comportamiento y mi forma de vestir, volviéndome gótica. Y, como si todo eso no bastara, busqué más, me involucré en la homosexualidad. Llegué a estar con 20 chicas el mismo día. Pensaba que yo era lo máximo. Lo interesante era que pensaba que estaba en lo correcto, pero me engañé profundamente.
Como siempre, los placeres de este mundo comenzaron a traer consecuencias traumáticas en mi vida. La primera fue la depresión, pues, cuando volvía de las fiestas, me encerraba en mi cuarto y, al encarar la realidad, enseguida se producía un profundo vacío en mi ser. Eso era constante, ya que la relación con mis padres era cero. Comencé a robar dentro de mi casa para sustentar mis vicios. Me decepcioné varias veces con muchachas que me gustaban, entonces decidí estar con hombres para ver si ese era el problema, pero las decepciones solo empeoraban. Finalmente intenté suicidarme cortándome las venas.
En esa época, mi hermana más grande ya frecuentaba la Universal, y, después de ese intento, una vez más ella se mostró dispuesta a invitarme. Después de muchos "no", decidí decirle que sí. Al llegar, fui de inmediato recibida por una joven que me habló sobre todos los detalles de las cadenas y actividades que la Iglesia desarrollaba. Entonces me invitó a formar parte de la Fuerza Joven y me mostró que merecía ser feliz. Obispo, lo gracioso de eso es que no soportaba ver a mi hermana hablándome de la Iglesia, pero tuve que prestarle atención a una joven desconocida que tanto se preocupó por mí.
Hoy estoy libre de los vicios, de la depresión y de las malas amistades (este fue mi mayor sacrificio). Amo a mi familia y vivo una vida verdaderamente feliz. Tengo orgullo de formar parte del cuerpo de obreros, ayudando a tantos que llegan a la Universal así como yo llegué.
Gracias, obispo, por todo lo que usted soportó y enfrentó, a fin de mantener esta puerta abierta. Fue por allí que entré cuando pensaba que solo la muerte era mi solución. Fue por ella que me salvé.
Patrícia Leonel
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