segunda-feira, 22 de setembro de 2014

Parecía imposible que yo cambiara...


Desde mi infancia, el sufrimiento ya se hacía presente en mi vida. Mi madre, de tanto que era agredida por mi padre, que era alcohólico, decidió dejarlo y, junto a mí, optó por intentar vencer sola en la vida. Sin embargo, por la falta de oportunidades, convivimos con una extrema dificultad, con el desprecio de la familia, etc.
En uno de sus intentos de realización sentimental, conoció a un muchacho con quien decidió vivir. Él mostraba ser una buena persona, sin embargo, después de un tiempo, el cambio de personalidad era notorio. Su mirar malicioso me asustaba, y aun intentando huir, terminé siendo estuprada por él. Eso hizo que mi vida se acabara. Pasé a tener asco de los hombres. Asco de la vida. Yo, una niña de solo 7 años, vi mi pureza siendo echada a la basura y, para mi decepción, mi madre al saberlo, prefirió culparme y rechazarme.
Era constantemente agredida y humillada, hasta que fui expulsada de mi casa.
No teniendo adónde ir, fui a vivir a la calle. A pesar de intentar levantarme, era difícil, pues nadie quería darle trabajo a una adolescente sin domicilio ni familia.
No quería eso para mí, pero cuanto más me esforzaba, más difícil se me hacía. Llegué a un nivel tan crítico que no creía más en nada. El odio solo aumentaba dentro mío.
Disgusto, angustia y mucho dolor formaban parte de mi vida. Estaba muy ofendida con todo, inclusive con Dios, pues pensaba que Él era injusto conmigo, permitiendo que yo viviera en aquella situación. En realidad, dejé de creer en Él.
Sentía odio hacia Dios y no soportaba ni siquiera que alguien hablara de Él cerca mío. Al desistir de mí misma, me entregué al abandono. La calle solo ofrecía bebidas, drogas y prostitución. Practicaba hurtos, lastimaba a las personas, teniendo a veces que esconderme en cementerios donde permanecía hasta el amanecer.
A los 19 años me involucré con un muchacho. Quedé embarazada, y apenas él lo supo, me abandonó. Tuve complicaciones durante la fase de gestación y casi morí por eso. Después, desarrollé un cuadro de depresión post parto, con diversos brotes. Fui internada en un hospital psiquiátrico y varias veces intenté suicidarme, hasta que, al salir, conocí a un muchacho con quien me relacioné y me casé. Nos mudamos a Rio de Janeiro e intentamos vivir en paz, sin embargo, los brotes y las crisis psicóticas me acompañaron.
Había salido de un infierno y entrado a otro, era lo que pensaba día y noche, aun teniendo a un marido que me tenía paciencia.
Vivía a base de calmantes y antidepresivos debido a las innumerables crisis, y fue en medio de una de ellas, en la calle, que fui encontrada por una obrera que, después de brindarme asistencia, me habló de un Dios que existía y que todo lo que yo estaba pasando podría tener un fin, si yo creía en Él. Cuando ya estaba preparada para darle una respuesta, ella, con una sonrisa, me dijo: "¡Él cree en ti!"
Fue la primera vez que oí eso de alguien. Decidí ir, y después de algunos días noté una evolución en mi vida. Logré la cura y la liberación de los remedios, me libré de la depresión y de los traumas del pasado, en fin, me realicé conmigo misma. Entendí que Aquel a quien Le atribuí toda la culpa por mi dolor, era Quien nunca me había dejado sola.
Hoy soy una empresaria exitosa, estudiante de Derecho, madre y, sobre todo, ¡conozco al Señor Jesús y soy feliz!

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